El lugar soñado era algo más que un destino: era un estado de ánimo. Un lugar donde el cielo era siempre de un azul brillante, donde el aire era dulce con el aroma de las flores y donde el sonido de las olas rompiendo contra la orilla te arrullaba con una sensación de serenidad. Un lugar donde el corazón se sentía en paz, el alma viva y los sueños al alcance de la mano.
Siempre habías soñado con encontrarlo, con experimentar su magia de primera mano. Y ahora, de pie sobre sus arenas bañadas por el sol, sabías que tu sueño por fin se había hecho realidad.
Los recuerdos del paraíso permanecían en mi mente como el dulce aroma de las flores de frangipani en una cálida brisa de verano. Los días bañados por el sol en la piscina de aguas cristalinas, el sonido de las risas y las gaviotas y el sabor del agua de coco en los labios se grabaron en mi memoria como un tatuaje permanente.
Cerré los ojos y dejé que la calidez de aquellos recuerdos me bañara, transportándome a una época en la que la vida era más sencilla y lo único que importaba era la alegría de estar vivo. Puede que el paraíso sea ahora sólo un recuerdo, pero su esencia permanece, un recordatorio de la belleza y la maravilla que hay más allá del horizonte.
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